El ser humano es una especie extraña. Es capaz de grandes creaciones, de enormes obras de sensibilidad, solidaridad y bondad. Pero también es autor de las mayores atrocidades imaginables. No faltan ejemplos de una y otra cosa. El mismo animal que creó la Catedral de Estrasburgo, pintó la Venus del Espejo, escribió El Quijote o compuso la Pasión Según San Mateo, es el que asesina, viola y aterroriza a sus semejantes, del modo más cruel e inhumano.
La guerra es la mayor muestra de horror colectivo, el fracaso de todas las capacidades del ser humano, de su poder de negociación, persuasión y empatía. Es el triunfo del odio y del miedo. Sin embargo, viendo la Historia, da la impresión de que la guerra es consustancial al ser humano. Nos ha acompañado desde el origen de los tiempos y no parece que vaya a ser superada conforme avanza la humanidad.
A pesar de todo, nunca han faltado juristas que intenten regular o contener de algún modo la locura de la guerra. En el mundo antiguo los juristas romanos se esforzaron en determinar cuándo una guerra es justa, cuando procede su declaración y de qué modo debían acudir los romanos a las armas, si bien luego, una vez entrado en combate, los contendientes no tenían más límite que su propia voluntad. Algunos generales -como César- presumían de su magnanimidad y benevolencia, otros alardeaban de arrasar poblados, matar civiles y sojuzgar pueblos. En época moderna, sin embargo, el Derecho internacional busca regular, no sólo las condiciones en que se puede acudir a la guerra (monopolio exclusivo de la ONU, previa deliberación del Consejo de Seguridad) sino también los límites y normas que deben regir la actuación de los contendientes, considerando crímenes de guerra los actos bélicos que transgreden tales normas.
En concreto, los Acuerdos de Ginebra son las normas de Derecho Internacional encargadas de regular las reglas que deben observar las partes en conflicto. En ellos se establece que los combatientes deben estar uniformados, para distinguirse de la población civil, y que las instalaciones militares deben separarse de los núcleos civiles para evitar confusiones.
Hamás, como cualquier grupo terrorista, incumple deliberadamente estas reglas para tratar de obtener cierta ventaja en su declarada guerra contra Israel. Como parte del gobierno de Palestina, priva a su pueblo de refugios que los proteja de los bombardeos, camufla sus arsenales y lanzaderas en colegios y hospitales y utiliza a los niños como escudos humanos, mientras lanza indiscriminadamente sus misiles hacia Israel. En realidad su estrategia es provocar la muerte de civiles para conmover a un Occidente decadente que se horroriza ante la crueldad judía. Si alguien se pregunta por qué los cohetes palestinos apenas causan muertes civiles, la respuesta es simple: su gobierno adopta medidas (alarmas, refugios...) para proteger a su pueblo. Si Hamás actuara del mismo modo, probablemente las víctimas civiles apenas superarían la decena y nuestros telediarios no estarian llenos de horripilantes fotos de niños muertos. La reacción de Israel, por su parte, puede ser criticable, pero resulta hipócrita hacerlo sin tener en cuenta que esa reacción es precisamente la que Hamás busca, del mismo modo que el mendigo mutila a sus propios hijos para exhibirlos en la calle y provocar conmiseración.
Desgraciadamente el Derecho Internacional no ha encontrado aún una fórmula que permita imponer sus reglas a los estados, y la única manera de parar una guerra es invadiendo el territorio con una abrumadora fuerza de interposición que obligue a los contendientes a deponer las armas, detenga a los criminales de guerra y los someta a juicio. Sin embargo la estructura de la comunidad internacional, en la que los principales actores (EEUU, Rusia, China...) sólo buscan su propio interés, y la debilidad de las organizaciones supranacionales, hace inviable la solución del problema. La Unión Europea, a todo esto, ni está ni se le espera.
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