sábado, 6 de diciembre de 2014

Quema de libros, imagineria, símbolos, caldo de cultivo de viejas formas de violencia



De cuando en cuando surgen voces que pretenden mostrar la II República como un remanso de paz, concordia y libertad sólo quebrado por unos caprichosos generales nostálgicos que invadieron el país, suplantaron la voluntad popular e instauraron una dictadura. La imagen es falaz por muchos motivos; quizás sirva recordar que Franco era un firme defensor de la República, como demostró en la revolución de Asturias de 1934.




La república fue un experimento democrático que fracasó desde sus inicios en el intento de establecer un régimen de convivencia entre los españoles. Una de las razones de su fracaso fue la intolerancia religiosa.




Cuando se proclamó la República, el Gobierno Provisional declaró la libertad de culto, iniciando un proceso de separación de la Iglesia y el Estado. El primer presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora era un católico convencido, al igual que el Ministro de la Gobernación, Miguel Maura. Por parte de la Iglesia, a pesar de la reticencia de muchos, se acogió el cambio político con respeto, con apoyos decididos por parte del Arzobispo de Tarragona, del Arzobispo de Sevilla y de parte de la prensa católica.





Pero la concordia se quebró pronto. El 10 de mayo de 1931, menos de un mes después de la declaración de la República, los sectores anarquistas y comunistas más radicales iniciaron en Madrid la quema de conventos e iglesias. En dos días fueron atacados una veintena de edificios, destruyendo obras artísticas y culturales irremplazables. La furia anticlerical se extendió por el sur y este de España. En Málaga se ensañaron especialmente, atacando más de 30 edificios, pero también en Valencia, Alicante, Sevilla, Córdoba, Cádiz y Granada se producen incendios y agresiones a edificios religiosos y civiles.




En Murcia, la locura atacó el Diario La Verdad y arrasó la Iglesia de La Purísima. Entre las víctimas del horror se encuentra la que se considera la mejor obra de Francisco Salzillo. Una escultura de La Purísima que ardió junto con su Iglesia.

Algunos intelectuales republicanos, como Gregorio Marañón y Ortega y Gasset, condenaron los hechos, pero el gobierno de la República titubeó ante la violencia sectaria de la izquierda radical. En parte por simpatía con los agresores y en parte por miedo a enfrentarse al pueblo, las autoridades republicanas rehuyeron proteger la paz social y la libertad y seguridad de los religiosos, granjeándose el odio de amplios sectores de la población.





También hoy día asistimos a episodios esporádicos de violencia simbólica. Hace unos días nos enterábamos de la quema de un ejemplar de la Constitución por parte de radicales independentistas catalanes (una “tradición” que vienen realizando impunemente desde hace 27 años). Hoy el diario ABC informaba de la quema –al parecer intencionada- de la Virgen de la Piedad, en Palma del Río (Córdoba).

Un símbolo vale por lo que representa; como un billete que supone un valor muy superior al del papel que lo soporta. Un trozo de tela, un libro, una escultura, son la representación de un sentimiento, de una cultura o de una fe. Quemar un símbolo es atacar lo que representa. En la Edad Media, cuando se condenaba a muerte a un prófugo se ejecutaba la sentencia ahorcando o quemando a un muñeco con su efigie. Todos los intolerantes de la Historia han acudido a la quema de libros y símbolos como forma de violencia simbólica, para aterrorizar y amedrentar a quienes se identificaran con ellos.

Restar importancia a estos actos de fanatismo, simpatizar con su causa o tratar de explicarlo como forma de “reacción” popular sólo conduce a la ruptura de la confianza de los ciudadanos en las instituciones, generando odio, resentimiento y rencor. Caldo de cultivo de viejas formas de violencia.






1 comentario:

  1. Me gusta tu síntesis.Y en particular me ha llamado la atención la caracterización de "símbolo",¡muy buena!
    Un saludo,Carmen.

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