lunes, 14 de abril de 2014

SALUD Y REPÚBLICA



Ser republicano no debería ser una cuestión ideológica. Un sistema republicano es aquél en el que la jefatura del estado no es hereditaria, como contraposición a la monarquía. La mayoría de los estados democráticos de occidente (Alemania, Italia, Francia, EEUU) son repúblicas, aunque la democracia liberal tampoco está reñida con la monarquía (Reino Unido, Bélgica, Suecia).
A favor de la república se puede alegar que en el sistema monárquico la designación del jefe del estado es completamente irracional. ¿Por qué los Borbón y no los Pérez ostentan tal privilegio?. La respuesta es, por otro lado, obvia. Una nación es un conjunto de tradiciones culturales (un idioma, una historia, unas costumbres comunes a los ciudadanos que la integran) y las casas reales son parte de esa “identidad nacional”. El debate, sin embargo, pierde importancia cuando la figura del rey queda relegada –como ocurre en las monarquías parlamentarias- a la mera representación formal del estado. Lo importante es que las decisiones que afectan a los ciudadanos se adopten de manera democrática. En una monarquía parlamentaria el rey “reina pero no gobierna”. Su única misión es representar dignamente al estado, no inmiscuirse en los asuntos políticos y abstenerse de cualquier negocio ilícito o sospechoso. En cambio, cuando el rey (o su familia) muestran una actitud deshonesta, inmoral o corrupta, la monarquía pierde sentido.
En Roma, el partido republicano estaba formado por la derecha más rancia e inmovilista (los “libertadores” que mataron a Julio Cesar para impedir sus reformas sociales, formaban parte del mismo). También en USA el partido republicano es la opción conservadora. En cambio en España las cosas son de otro modo. La bandera republicana es esgrimida como enseña de los sectores más radicales de la izquierda. La II República (1931-1936) se presenta como una arcadia feliz en la que los ciudadanos disfrutaban felices de la paz y libertad obtenida tal día como hoy de hace 83 años, en unas elecciones municipales que ganaron los monárquicos.

Dado el bajísimo nivel cultural de gran parte de la población (recordemos el famoso vídeo de hace unos días en el que unos jóvenes reconocen desconocer quién fue Suárez) cabe suponer que muchos de los fervientes republicanos españoles creen sinceramente tal falacia. Más miedo me dan los que, conociendo la verdad, defienden el advenimiento de la “tercera república”. Porque no se trata simplemente de cambiar la jefatura del estado, de sustituir la Casa del Rey por la Oficina del Presidente, o por sustituir, digamos, a D. Juan Carlos por D. José Bono, José María Aznar o Felipe González. No piden transformar el Reino de España en la República de España, sino restaurar la segunda república. Es decir, reestablecer, ochenta años después, una dictadura comunista en la que la mitad de la población (curas, monjas, ciudadanos de derechas) era masacrada  impunemente por las calles. Un estado totalitario teledirigido por los comisarios políticos enviados por Stalin en el que anarquistas, comunistas y socialistas se masacraron mutuamente, poniendo en bandeja el triunfo a las tropas franquistas. El Edén, sin duda


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