jueves, 17 de abril de 2014

EL BERRUGO



Aquellos eran tiempos difíciles para todos, y el Chano había aprendido a sobrevivir a su manera. La guerra civil había arrasado el país y encontrar cada día algo que comer era tarea difícil. El Chano, que apenas llegaba a los veinte, era el mayor de cinco hermanos, su padre había muerto al principio de la guerra cuando los de la checa de la calle Trinquete –Torrecillas, Ranchal y sus secuaces- fueron con sus pistolones a la panadería de D. Jerónimo a armar follón. 

Aquél día de septiembre del 36, Eulogio, el padre del Chano, estaba allí despachando sacos de harina del molino de los Casianos. Hacía ya un rato que había terminado de descargar pero, como cada vez que iba a la tahona, se entretenía charlando con las dependientas de la panadería, contándoles chistes verdes y diciendo frases procaces para escandalizarlas, sobre todo a la hija del dueño, Elenica, casi una niña, que de tan rubia y blanca que era, se ponía colorada a la primera insinuación. Eulogio, aunque casado y con varios hijos, disfrutaba con aquellos juegos. En esas estaba cuando entraron los de la checa. Llegaron al cabo de la calle cantando a gritos la Internacional y entraron vociferando y tirando las cosas. En un momento se despejó la panadería. Los pocos clientes desaparecieron como por ensalmo, y las dependientes corrieron a esconderse. Algunas subieron a la casa, a alertar a D. Jerónimo. Elenica se refugió llorando junto a Eulogío. Se cogió fuerte de su brazo, escondiéndose tras su cuerpo y, cuando éste se giró, lo miró muda con aquellos enormes ojos, azules como el cielo, cuajados de lágrimas. 

Arriba se oían voces y pasos, D. Jerónimo tronaba con voz potente mientras rebuscaba su escopeta de caza, por el obrador lo oyeron gritar que les estaba esperando, que tenía el arma cargada y que al primero que asomara le volaba los sesos. Los asaltantes se miraron un momento desconcertados. Elenica apretó más fuerte el brazo de Eulogio, que alcanzó a ver, de refilón, la sombra de Torrecillas que abandonaba, con disimulo, la panadería. Uno de los asaltantes, el más cercano a Eulogio, miró a Elenica, que instintivamente se pegó a la pared, y dibujó una siniestra sonrisa en su cara antes  incluso de perfilar una idea en su mente. Eulogio no le dejó pensarlo. Se abalanzó sobre él, derribándolo, y comenzó a darle puñetazos en el suelo, mientras la niña, aprovechando el desconcierto, corrió escaleras arriba a refugiarse. La contienda duró un segundo. Lo que tardó otro de los facinerosos en armar su pistola, apoyarla en la nuca de Eulogio, y volarle la tapa de los sesos. La silueta de Torrecillas apareció recortada en la puerta, con un cigarro en la boca. A un gesto suyo desaparecieron los chequistas, dejando el cuerpo sin vida de Eulogio tendido en el suelo y manchas de sangre y sesos por toda la sala.

El Chano tenía entonces once años. Cuando le dijeron que su padre había muerto no le dejaron llorar. Sus hermanas de 9 y 8 años dejaron las muñecas para consolar a su madre, que lloraba desconsolada. Pepico y Ginés, de 6 y 4 años jugaban en la calle, ajenos al drama. El Chano salió corriendo de la casa como llevado por mil demonios. Los ojos le ardían sin que las lágrimas vinieran a consolarlo. Un grito inhumano, desgarrador, salía por su boca, mientras corría por las calles solitarias de Murcia cada vez más rápido. No sabía dónde iba, ni por qué corría de aquél modo, pero no podía detener sus pies. Hubiera querido volar más que correr, alejarse de aquél mundo y de aquél infierno. De la guerra, de la miseria, del hambre, del odio. 
Desde entonces el Chano tuvo que buscarse la vida, trabajar en cualquier cosa y conseguir, de cualquier modo, algo que llevar a casa, para dar de comer a sus hermanos. Tras el entierro, una señora muy emperifollada había querido llevarse a los más pequeños, prometiendo para ellos un futuro más halagüeño que la extrema pobreza en que vivían. Pero su madre se había opuesto en redondo y había echado a la señora con cajas destempladas. Moviendo airada la escoba le había gritado a la escalera que antes se metía puta que dar a uno sólo de sus hijos. Y en esas estaban. Sus hermanas entraron de aprendizas con una costurera de la calle Frenería y su madre trabajaba de sirvienta en casa de D. Salvador, un relojero cojo por la polio, que tenía un taller en la calle del Pilar. El Chano, por su parte, había tratado de seguir el trabajo paterno repartiendo la harina de los Casianos, pero no tenía la fuerza suficiente para transportar los sacos y además, en el molino, no querían problemas con el comisario político. Probó suerte en  la zapatería de D. Enrique, pero apenas aguantó unos días. Encerrado en el oscuro taller se le iba el alma cortando el cuero, cosiendo y encolando. Un día resolvió no volver. La tarde antes el maestro vino al taller hecho una furia. Al parecer había discutido con su mujer –una señora alta y delgada, con muy mal carácter- y lo pagó con los aprendices. Al Chano, que estaba en un rincón limpiando un zapato le tiró una horma que, si no llega a estar presto y agacharse, le habría sacado un ojo, desgraciándolo.
La guerra pasó ajena para el Chano. Oía las noticias que contaban los mayores y, cuando podía, oía los partes en la radio de galena que dejó su padre. Pero en Murcia, lejos del frente, las novedades del avance de los nacionales no pasaban de ser una curiosidad. La familia del Chano aprendió a convivir con el odio y la desconfianza de las gentes. Respetados por los adeptos a Franco como “de los nuestros” –no en vano su padre había sido mártir de la causa derechista- comunistas y anarquistas trataban de no molestarlos quizás avergonzados por el crimen cometido.

Cuando llegaron los nacionales, el Chano ya era un profesional de lo suyo, se inmiscuyó entre la multitud de aclamaba a Franco y aprovechaba el descuido para apropiarse de carteras y relojes. Cualquier aglomeración era buena para su oficio. El mercado de los jueves, la romería de la Fuensanta, una manifestación, los toros o el fútbol. El Chano se aprovechaba de su insignificancia y se mezclaba entre el gentío, desplumando a los más incautos. 
Foto: Carmen Celdrán
Era lo que se dice un autodidacta. Nadie le había enseñado el oficio. En realidad había empezado por casualidad. Un día, al salir de misa, chocó con un D. Julián, un acaudalado comerciante. D. Julián reaccionó airado al encuentro, recriminando al joven su descuido, gritándole  improperios, acercándose al muchacho para regañarle, mostrando, bajo la solapa de su chaqueta, un precioso billetero de cuero marrón. Mientras el prócer vociferaba su justa indignación, una idea cruzó como el rayo la mente del Chano. Apenas tuvo que alargar la mano y con un movimiento rápido la cartera pasó al bolsillo del rapaz, que dejando al anciano con la palabra, se escabulló entre el gentío con su botín. Aquello fue una travesura, un acontecimiento aislado forjado en el momento, pero cuando por la tarde vio brillar los ojos de sus hermanos al estrenar el balón de cuero que les había comprado en la tienda de Jimeno, resolvió dedicarse a ello. 
Tenía además el Chano una auténtica habilidad histriónica. Era capaz de hilvanar un discurso convincente en cuestión de segundos, envolviendo a su víctima de tal modo, que lo convencía de cualquier cosa que se propusiera. A veces, sobre todo en feria, aprovechaba esta técnica para estafar a los honrados transeúntes.

Foto: Carmen Celdrán
Foto: Carmen Celdrán

Y así fue mejorando su técnica y buscando la ocasión para hurtar carteras y monederos. Por las tardes se escapaba entre los bancales de la huerta y, ocultándose entre el follaje, se apropiaba de lo que iba encontrando: unos alcaciles, un manojo de habas, pésoles, coliflores, lechugas… de todo lo cual daban buena cuenta sus hermanos sin que nadie le preguntara cómo lo había obtenido, quizás porque lo intuían. De vez en vez afanaba un pollo o unos huevos de los corrales cercanos.

El día que lo prendieron el cielo estaba plomizo. Era una tarde de verano, de esas que no se mueve una hoja y el aire se vuelve difícil de respirar, allá por 1943. Una boria grisácea cubría el paisaje sin que pudiera albergarse la esperanza de la lluvia. La tierra del carril quemaba los pies del Chano a través de las esparteñas. Por el camino solitario venía un huertano en bicicleta, pero el ladronzuelo no se inquietó. A fin de cuentas él no era nadie en quien fijarse. Sólo un joven cargado de habas que caminaba despreocupado hacia el Castillejo, por la puerta de Orihuela. El huertano aminoró la marcha a su paso y se le quedó mirando. El Chano sintió un escalofrío al cruzar sus miradas, pero no le dio importancia, siguió su marcha canturreando una vieja copla. Antes de llegar a casa, una pareja de civiles le dio el alto y, sin mayores explicaciones, lo llevaron a empujones al cuartelillo. Al parecer el huertano era el dueño del bancal donde el Chano se había explayado aquella tarde, llenando su alforja de jugosas habas. Al llegar al huerto y ver el destrozo, había asociado al joven y, alertando a una pareja de guardias que venían por la vereda, los había puesto tras el Chano.
En el calabozo, el ratero no se arredró. Aunque estaba asustado,  pensaba en su madre y sus hermanos, que esa noche dormirían con el estómago vacío sin saber qué suerte había corrido. Resolvió hace uso de toda su charlatanería. Empezó a dar grandes voces, llorando y gimiendo a gritos, lamentando su perra suerte y lo injusto del destino. Cuando el guardia acudió a su celda se postró a sus pies, besándolos, y gimoteando mil excusas. Le dijo que él, hijo de “mártir de la causa nacional”, iba a morir de vergüenza, cuando todo se supiera y entre “vivas” a Franco y al Glorioso Movimiento, pidió confesión. El guardia, más por no oírlo que otra cosa, se acercó a la cercana parroquia y le pidió al Padre Genaro que se acercara a hablar con el muchacho. Cuando el pater bajó al calabozo el Chano reavivó su actuación plañidera, besándole el anillo y postrándose de hinojos. Tanto fue el espectáculo que armó que a la mañana siguiente consiguió que lo llevaran ante D. Cristóbal Graciá, recién nombrado Jefe Provincial del Movimiento, a quien conmovió con su ardor patriótico de su afección al régimen. El relato de la muerte de su padre –luchando bravamente contra las hordas marxistas- consiguió convencer al preboste quien aceptó soltar al ratero bajo la protección del Padre Genaro, y con la condición de que cumpliera la penitencia que éste le impusiera.
El Padre Genaro, por su parte, tenía sus planes. Aprovechando el remordimiento del Chano, lo convenció para que participara en la Procesión de la Archicofradía del Cristo de la Sangre, de la que Genaro era capellán. Como penitencia le impuso que, todos los años saliera portando uno de los antiquísimos Pasos y que, tras los destrozos de la guerra, estaba restaurando el escultor Sánchez Lozano. Es más, por su condición de convicto, sería apropiado que fuera estante del Cristo ante el Pretorio, obra magistral del maestro Salzillo, que representa la mansedumbre de Nuestro Señor ante la autoridad civil. Llevado del exceso de su representación, el Chano juró por lo más sagrado que no sólo él sino sus hijos y los hijos de sus hijos saldrían cada Miércoles Santo (así se juntara el Cielo con la Tierra) llevando el Paso del Pretorio, y que llevaría viandas, caramelos, monas y habas para repartir a los chiquillos, tratando así –en cierto modo- de reparar el daño causado con sus hurtos.
Encantado con el fervor nazareno del Chano, el Padre Genaro le llevó al taller del maestro Sánchez Lozano, para conocer el trabajo de restauración que estaba realizando. D. José estaba atareado, iba y volvía de sus bocetos a la mesa de trabajo.
-- D. José, disculpe que le moleste… -empezó tímidamente el Padre.
-- Deje, deje, llevo un día, no termino de sacar la cara del Berrugo ¿ve?, no me convence- Entonces el maestro levantó la mirada y, obviando al sacerdote, clavó la mirada en el Chano… 

Murcia, Miércoles Santo, 2014

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