miércoles, 23 de agosto de 2017

MEA CULPA

MEA CULPA


Tomás de Iriarte no tuvo suerte. Nacido en el siglo XVIII, fue escritor, poeta y dramaturgo y tradujo, con poco éxito, el Arte poética de Horacio. En 1782 publicó una colección de fábulas literarias al estilo de las clásicas de Esopo. Se trataba de un género muy apreciado por los ilustrados, pues a través de sus moralejas podían educar al pueblo, convencidos como estaban de que la formación sería suficiente para erradicar el mal. Digo que no tuvo suerte Iriarte porque un año antes de sus fábulas, en 1781, se publicaron las de Samaniego, mucho más conocidas en la actualidad.

Uno de los cuentecillos que narra Tomás de Iriarte cuenta la historia de dos conejos que, huyendo de unos perros, se detienen a discutir, de manera inoportuna, la raza de los mismos (galgos o podencos) facilitando así su caza:

Por entre unas matas,
seguido de perros,
no diré corría,
volaba un conejo.
De su madriguera
salió un compañero
y le dijo: «Tente,
amigo, ¿qué es esto?»
«¿Qué ha de ser?», responde;
«sin aliento llego...;
dos pícaros galgos
me vienen siguiendo».
«Sí», replica el otro,
«por allí los veo,
pero no son galgos».
«¿Pues qué son?» «Podencos.»
«¿Qué? ¿podencos dices?
Sí, como mi abuelo.
Galgos y muy galgos;
bien vistos los tengo.»
«Son podencos, vaya,
que no entiendes de eso.»
«Son galgos, te digo.»
«Digo que podencos.»
En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.

Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.

La moraleja del cuento está clara: En caso de grave peligro lo más desafortunado es discutir los detalles. No sabemos por qué incluyó este cuento el autor en sus fábulas, pero es posible que quisiera advertir a sus conciudadanos de un error muy propio de nuestra sociedad: la discusión banal, estéril, irracional e imprudente, que luego, más tarde, reflejaría Goya y que desangraría España en el siglo XIX y parte del XX.

Hace mucho tiempo (dos siglos) que España no sufre la amenaza de un enemigo exterior. Alguien podría decir que para qué queremos enemigos exteriores, si ya nos encargamos nosotros de despedazarnos entre nosotros. Hoy los españoles nos enfrentamos al terror islamista. Unos cuantos (muchos/ pocos) fanáticos de una versión radical e intransigente del Islam que pretenden acabar con todos los infieles e instaurar el califato mundial. Los terroristas tienen, al parecer, una especial querencia por España, alegando “vengar” la sangre de aquellos musulmanes que un día dominaron la piel de toro. Huelga decir que ni conocen la Historia, ni conocen que aquellos musulmanes (entre los que destacan los reyes murcianos Ibn Hud e Ibn Mardanis) solían pactar con los caciques cristianos y se enfrascaron, a su vez, en guerras internas precisamente contra el integrismo almohade que venía del Magreb.

Igual que aquellos musulmanes que, al mando de Tariq, entraron en la península en el 711, los actuales enemigos encuentran una España dividida, enfrascada en conflictos territoriales y de poder que anulan nuestra capacidad de respuesta ante la agresión exterior. Nos pillan en medio de un proces independentista y con unas competencias en materia de seguridad divididas entre cuerpos policiales y autoridades políticas enfrentadas.

Se trata además de un enemigo silencioso, que se ha introducido lentamente en nuestro país, al socaire de una inmigración incontrolada que en su mayoría rechaza esta violencia, pero en cuyo interior se cultiva cuidadosamente la semilla del odio y del rencor.

Y cuando la semilla florece y unos chavales ocupan un chalet y lo llenan de bombonas de butano, y montan un laboratorio de explosivos y alquilan dos furgonetas para volar la Sagrada Familia, y como son inexpertos, se les va de las manos y acaban matando a 15 personas en las Ramblas de Barcelona, el terror nos pilla discutiendo qué hemos hecho mal para que nos maten. Porque sin duda, la culpa es nuestra, no de los asesinos.

Hace 200 años, el británico Edward Gibbon aventuró que la caída del Imperio Romano provino del auge del Cristianismo, y aunque hoy día pocos siguen sus tesis, es posible que a la postre tenga razón, y el cristianismo sea la causa de la caída de occidente que sin duda nos sobrevendrá más pronto que tarde.

La sociedad occidental moderna es muy poco cristiana. La mayoría de la gente que puebla nuestras calles reniega de aquél Dios que se hizo hombre y murió por nuestros pecados. No hay más que ver las iglesias vacías para saberlo. Pero los valores, la ética y los principios del cristianismo impregnan nuestra sociedad hasta sus cimientos y hasta los más radicales ateos viven y comparten, sin saberlo, ideas cristianas. Los derechos humanos, la dignidad de la persona, la libertad, son principios depurados a partir de la teología cristiana. Y son precisamente lo que nos hace diferentes a ellos.

Pero en su grandeza, en su ética y en sus principios tiene occidente la semilla de su destrucción. Esta sociedad que no cree en sí misma, que se odia y se maldice, acabará rindiéndose ante el enemigo, no por la dignidad cristiana de amar a quien nos ataca y poner la otra mejilla, sino por la cobardía de no saber defender lo que nos hace diferentes.

Porque no hay más que darse una vuelta por las redes sociales tras el atentado de Barcelona y Cambrills para comprender que nosotros tenemos la culpa, por no haber sabido integrarlos, por haber vendido armas a no sé quién, por fabricar cuchillos en Albacete, por no enseñar el Corán en nuestros colegios, por sacar las Procesiones en Semana Santa y celebrar la Navidad, por comer carne de cerdo o vestir como nos de la gana. Por algo, tenemos la culpa. Nos matan porque nos lo merecemos y lo único justo que podemos hacer es pedirles perdón a los asesinos y ofrecerles nuestras nucas para que disparen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario