jueves, 4 de agosto de 2016

El Sirio hace 110 años


EL SIRIO HACE 110 AÑOS




Los de mi generación crecimos en los últimos años de la dictadura franquista. En esa España que trataba de desperezarse y de ingresar, de una vez, en el mundo moderno, democrático y capitalista, de los países de su entorno. Nuestros abuelos vivieron la guerra, y nuestros padres nacieron en una dura postguerra de cartillas de racionamiento y discursos filonazis. Nuestro despertar al mundo está marcado por los primeros aires de libertad, por las primeras elecciones libres, por el golpe del estado de Tejero… y por los dibujos de TVE.


A los niños de ahora, acostumbrados a 50 canales de pago, a series online y vídeos de youtube, les cuesta mucho entender la emoción que suponía para nosotros esperar toda la semana a que llegara el fin de semana y ver, en la sobremesa, el capítulo semanal de Marco (de los Apeninos a los Andes, . Las desventuras de aquél niño, huérfano por necesidad, que recorre América con su mono “Amedio” marcó nuestra infancia incluso antes que aquella otra niña helvética trasladada a la fuerza al medio urbano de Francfort.


En aquél entonces nosotros, tiernos infantes, no entendíamos el trasfondo social de los dibujos. Nada sabíamos de la terrible historia social que relataba la serie, ni de la novela de Edmondo de Amicis (Cuore) de donde fue tomado el relato. No nos cuestionábamos por qué la madre de Marco debía abandonar Génova para ganar dinero en Argentina, ciudades y países que, en nuestra infancia, sonaban remotos y exóticos. Dicen que madurar es comprender el sentido trágico de la vida y conocer los entresijos dramáticos del pasado. Lo cierto es que detrás de la emotiva historia del niño y el mono está la terrible historia de más de tres millones de italianos que debieron abandonar su patria para sobrevivir en Argentina, Uruguay Brasil y EEUU, entre los siglos XIX y XX como consecuencia, principalmente, del proceso de unificación liderado por Garibaldi.


Realmente la historia que quiero contar hoy está enmarcada en este contexto. Al amparo de la necesidad de tantos italianos que buscaban una oportunidad en ultramar, nacieron diversas compañías comerciales dedicadas al transporte de viajeros a América. De todas ellas, la más importante fue la Compañía General de Navegación Italiana “La Veloce”, con sede en Génova (el célebre “puerto italiano, más allá de las montañas…). Aprovechando la tecnología de vapor, la Veloce de Génova obtenía pingües beneficios llevando, en quince días, a los emigrantes italianos al Nuevo Mundo. El billete no era barato. Los viajeros podían elegir entre primera, segunda o tercera clase, pero para quienes no podían permitirse ni siquiera el precio de la tercera clase aún quedaba una oportunidad. La compañía, no contenta con el beneficio obtenido por la venta de pasajes, hacía la vista gorda al embarque ilegal de polizones. Los oficiales y marineros, probablemente por sacarse un sobresuelo, atracaban en puertos no regulados y permitían el embarque de los pobres italianos y españoles que, en condiciones infrahumanas, buscaban escapar de la miseria y el hambre.


De este modo, cargado de pasajeros legales e ilegales, navegaba el Sirio tal día como hoy, un 4 de agosto de 1906 por costas españolas, en dirección sur. Tras doblar el cabo de la Nao (en Alicante), y dejar a babor la Isla Grossa, el vapor navegaba a toda máquina a lo largo de la barra de arena desierta que separa el Mar Menor del Mediterráneo, con rumbo al Cabo de Gata. Desde los tiempos de los fenicios las cartas náuticas aconsejan extremar la precaución al llegar al Cabo de Palos, bordeando, a suficiente distancia, las llamadas Islas Hormigas, ya que la zona está salpicada de lo que los lugareños llaman “bajos”, que no son otra cosa que “secos” o islas sumergidas contra las que colisionan los marinos poco avezados.
Realmente no sabemos cuál fue la razón del accidente, ya que el Sirio había realizado esta ruta más de cien veces y es de suponer que el capitán conocía perfectamente los riesgos. Lo cierto es que, yendo a toda velocidad y con el mar en calma, el Sirio colisionó, a las cinco de la tarde de un cuatro de agosto de 1906 con el llamado “bajo de fuera”, quedando destrozada la proa y elevándose de popa unos 35 metros.
La situación del barco –que permaneció parcialmente en el aire durante dos días- así como la cercanía a la costa y el buen tiempo habría permitido la fácil evacuación de casi todo el pasaje, pero el destino de los pobres pasajeros no era ese. Aunque el naufragio fue visto desde la costa y al auxilio de los pasajeros acudieron varios vapores y los pescadores de la zona, el pánico cundió entre el pasaje. El capitán no supo organizar la evacuación, los botes no fueron lanzados al agua y el único que pudo utilizarse, se hundió por sobrecarga. El exministro Juan de la Cierva presenció el naufragio desde su casa de Cabo de Palos y trató de organizar el rescate. En declaraciones al diario El Liberal narró los esfuerzos de los pescadores de la aldea por rescatar a los pasajeros. Declaró “Estos hombres rudos, ancianos, algunos octogenarios, tienen el corazón muy grande, hecho para el mar y sin que nadie los estimulara armaron sus frágiles barcos y a volar, apoyándose en los remos…”.


Como en el célebre naufragio del Titánic, la tragedia se cebó especialmente con los viajeros más pobres, los de la clase tercera y los ilegales, que apenas tuvieron opción a salvar sus vidas. Pero los relatos están repletos de historias como los religiosos que dedicaron el tiempo a consolar a las víctimas sin tratar de salvar sus vidas o las madres que perdieron sus vidas tratando de socorrer a sus hijos.





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