viernes, 27 de junio de 2014

MANDAR EN TIEMPOS REVUELTOS



En 1917 Iosif Lenin alcanzó el poder revolucionario en una Rusia devastada por la crisis, el hambre y la corrupción política.   El gobierno caduco de los Zares había involucrado al país en una guerra mundial que resultó la gota que colmó el vaso de la indignación del pueblo y fue aprovechada por el Partido Comunista (financiado por Alemania para hundir al gobierno ruso), para destronar a la familia imperial y entregó todo el poder a un partido que impuso un gobierno del terror que duró 70 años y provocó más muertes que el holocausto nazi.
En los años 30 del siglo XX, Alemania era un territorio devastado por la crisis del 29 y por las compensaciones impuestas por los aliados tras la Primera Guerra Mundial. Frente a los políticos “profesionales” (socialdemócratas, liberales y católicos) que propugnaban políticas democráticas, Hitler proponía recuperar el orgullo y la dignidad del pueblo alemán, frenar la inflación, crear empleo y resolver los problemas de la gente de la calle. El pueblo se volcó en apoyarlo y, aunque no llegó a ganar las elecciones, tuvo un gran apoyo popular que le permitió asaltar las instituciones democráticas y arrastrar a Alemania a la locura nazi.
El general Francisco Franco era un brillante militar al servicio de la II República española. Tan republicano era que en 1934 fue llamado a sofocar la revolución de Asturias y a defender la legalidad republicana. Sin embargo, en 1936, cuando lidera un golpe de estado contra dicho orden constitucional dando lugar a la guerra civil, fue aclamado y aplaudido por buena parte de la población española.
Los tres personajes, Lenin, Hitler y Franco, tuvieron puntos en común. Los tres surgieron en momentos de gravísima crisis, en sus respectivos países, presentándose como líderes “al margen” de la política profesional (la casta, que diríamos). Los tres prometieron solucionar los problemas del pueblo rompiendo la legalidad constitucional… y los tres recibieron el clamoroso apoyo del pueblo.

Hoy día España atraviesa una difícil situación. No es sólo la crisis económica que, con origen global, se ha cebado en España por la incompetencia de los gobernantes, ni la corrupción (que viene acompañando a nuestros políticos desde la conquista de Carthago Nova por Escipión, aunque ahora se ve y se nota más). Es sobre todo el descrédito de una clase política que no ha sabido entender y adaptarse a las nuevas aspiraciones de los ciudadanos ni dar ejemplo de austeridad y honradez. Ya dijo Churchill que la democracia (entiéndase, la democracia liberal burguesa) es el peor sistema político, si excluimos todos los demás. Y nuestro sistema concreto, fruto de la transición y de los pactos que evitaron una segunda guerra civil, tiene gravísimas carencias (democracia interna, ley electoral, responsabilidad con los electores…). También es cierto que tachar a todos los políticos (desde alcaldes pedáneos hasta ministros) de corruptos e inútiles es francamente injusto. Pero el mayor riesgo que padecemos es  la aparición (inevitable, sospecho) de salvapatrias, de líderes “no contaminados por la política” que propongan soluciones extraordinarias, presentando una enmienda a la totalidad del orden constitucional. El populismo es un virus de fácil propagación en pueblos desesperados.







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