miércoles, 11 de junio de 2014

LA ALCAZABA DE MEDINA SIYASA (Cuento)




El cuadro había estado siempre ahí. De hecho no recordaba cómo había llegado al salón de casa. Parecía que hubiera sido parte de la pared desde el primer día. Tampoco es que le hubiera hecho caso nunca. Junto con otras acuarelas (nazarenos, iglesias, paisajes huertanos), ocupaba su hueco en el salón sin que hubiera llamado nunca su atención. Cada día, Elisa llegaba a casa siguiendo una misma rutina. Dejaba las llaves, el bolso, ponía el teléfono móvil a cargar, tiraba el correo (promociones, cartas del banco, recibos) y se cambiaba de ropa. Desde que murieron sus padres, hará ya cinco años, Elisa vivía sola en la que antaño fue la casa familiar. Su hermano vivía lejos, con su propia familia, y apenas se veían de tarde en tarde.

                                    La Alcazaba de Medina Siyâsa  cuadro de José Ato Saorin

Aquél día no había sido distinto a otros. El teléfono había sonado puntual, a las 7, y Elisa había seguido su ritual matutino: café, ducha, y a la calle. El trabajo tan monótono como siempre. Todo el día en la oficina archivando documentos, preparando facturas, y atendiendo llamadas. A media mañana un café con los compañeros. Irene y Francisca, las de ventas, como siempre quejándose de la crisis y anunciando el inminente cierre de la empresa si las cosas no cambian. Matías, solícito y atento como él sólo. Esta semana ya le había propuesto cenar tres veces. Es el eterno pretendiente. Nunca se cansa. De pequeño debió aprender eso de que “el que la sigue la consigue” y se había propuesto conseguir a Elisa. No había concierto, exposición o muestra callejera a la que no invitara, puntualmente, a Elisa, con la misma presteza con que ésta declinaba la oferta. 
En esas estaba, pensando en Matías, y en que quizás debería abandonar la cortesía y explicarle claramente que no quería nada de él, cuando lo vio. Estaba sentada en el sofá, mirando aburrida la tele (un debate aburrido en el que varios tertulianos gritaban interrumpiéndose su opinión sobre algún tema absurdo). De pronto algo le sobresaltó. Era una de esas cosas que ves con el rabillo del ojo, cuando no estás mirando nada en particular. El ojo capta algo fuera de sitio sin que el cerebro sea capaz de captar de qué se trata. Era el cuadro, la vieja acuarela del fondo. Una lámina que reproducía una torre, unida a un muro, sobre un peñasco. La luz entraba a raudales por un amplio hueco en el muro, golpeando de amarillo el lienzo de la torre. Se quedó atónita, inmóvil, mirando el cuadro. Estaba segura de que algo se había movido en él. Se agarró fuerte al cojín con el corazón desbocado. ¿Sería un bicho? Quizás era un ratón que había trepado por la pared, furtivo, asomándose por el marco. Pero no. Era dentro del cuadro; su cerebro repasaba una y otra vez la imagen apenas captada por sus ojos. Era como… como si alguien se asomara entre las almenas. Como si una figura pintada en el cuadro hubiese desaparecido de pronto. Se levantó muy despacio, casi sin hacer ruido, y se acercó a la pared, escudriñando el cuadro.


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