lunes, 18 de mayo de 2015

LA OTRA HISTORIA DE LA MANO NEGRA



En la Ciudad de Orihuela, a 25 de octubre de 1671

Serenísima y Católica Majestad Don Carlos II, Rey de España:
Como ya tendréis noticia, pues es sabido en todo el Reino, el pasado 7 de junio, mientras los hermanos de la Congregación de los Jerónimos rezábamos las Vísperas de la festividad del Santo Rey San Fernando, se produjo un incendio que, ayudado por el viento favorable que sopla en aquella sierra, a punto estuvo de arrasar el Real Monasterio de San Lorenzo, y bien hubiera podido acabar con aquél si no fuera por la gran cantidad de lugareños que se afanaron en sofocar el fuego, y por la intercesión del siervo de Dios, fray Antonio de Villacastín, aquél querido del Rey Don Felipe Segundo, que Dios tenga en su Gloria, cuya celda en el Monasterio fue milagrosamente respetada por las llamas.

Cuando comenzó el incendio, bien comprendimos el hermano Mateo y yo, Domingo Sánchez, que el fuego provenía del laboratorio secreto que Su Majestad nos ordenó construir en el Monasterio y en el que los hermanos iniciados avanzábamos en los estudios por Vuestra Majestad encargados. También supimos que la virulencia del incendio y los globos de fuego que maravillaron a los hermanos, incluido el prior que desconoce, como su Majestad ordenó, nuestras averiguaciones, no se debía sólo a la intervención del Maligno, que siempre anda a la asechanza de las almas y las obras de Dios, sino, mayormente, a la combustión de las materias y aparatos que allí se almacenaban. Tal fue el poder del fuego que incluso las campanas del Monasterio se fundieron, llevándose con ello –y en eso se demuestra que no hay mal que por bien no venga- toda prueba de nuestras secretas actividades, incluidos los libros de magia y alquimia que, para mayor gloria de Dios y restablecimiento de su Majestad, estudiábamos con el permiso de Su Santidad, de manera reservada. Todo fue perdido en el incendio, como digo, tanto las pruebas de nuestras averiguaciones - que de ser descubiertas habrían dado al traste con nuestros avances (y a las mazmorras, o a la hoguera, con nuestros huesos, pues bien sabemos que la natura de nuestro encargo no permitiría a Vuestra Majestad interceder por nuestra causa)- como los mismos avances que eran muchos y variados.
Tan pronto como tuvimos noticia del infortunio, el hermano Mateo y yo resolvimos aprovechar la confusión para escabullirnos entre el gentío y, disfrazados con pobres ropajes, alejarnos del Real Monasterio, tanto por tratar de continuar nuestros ensayos en lugar más tranquilo, como por sustraernos de una posible investigación que se incoaría, sin duda alguna, en el improbable caso de que algún vestigio quedara de nuestros aparatos y libros, aunque gracias a la Divina Providencia, tal no haya sido, al parecer, el caso.
Lo cierto es que anduvimos perdidos y medio ocultos por la sierra hasta llegar al amanecer del día siguiente a la Villa y Corte donde, con algo de dinero que pudimos tomar de la caja antes de partir, compramos a un mercader de la Puerta de Toledo, algunas onzas de azufre y otras sustancias para proseguir nuestros experimentos, así como algunos aparatos y utensilios indispensables para tal fin, y con todo ello cargado en las alforjas de un jumento, comprado en la orilla del Manzanares, emprendimos el camino para alejarnos de la Corte, con intención, bien de embarcarnos para otras tierras en caso de que se desatara la busca de nuestros pobres cuerpos, bien de asentarnos en lugar discreto para continuar con los inventos.
Y así anduvimos por tierras manchegas, sin encontrar más obstáculo que algunos labriegos y pastores que afanaban en lo suyo y, más adelante, mercaderes de vinos que trasladaban su producto a las ciudades, fuimos llegando a las tierras del Reino de Murcia, conforme al plan inicial de dirigirnos al puerto que llaman de Cartagena para embarcarnos, si fuera el caso. Pero viendo que todo estaba tranquilo y que los días pasaban sin que oyéramos más noticias de los carreteros que la potencia del incendio del Real y la determinación de Su Serenísima por reconstruirlo, sin que se dijera nada de alquimias ni magias, resolvimos permanecer en tierras de Su Majestad y, encontrando un lugar tranquilo y oculto, reanudar los trabajos, preocupados como estamos por hallar cuanto antes remedio para los males que aquejan a Su Majestad y con ello cumplir el encargo que nos hiciera en aquella tarde de hace ya más de un año.
Al cabo, encontramos un edificio que parecía reunir todas las condiciones. Enclavado en la fértil huerta de Murcia, pero alejado de la ciudad y de las villas importantes, rodeada de viñedos, se alzaba una torre abandonada, que los lugareños llaman “de las lavanderas” por estar situada a orillas de una acequia que porta agua cristalina, lo cual, como Vuestra Majestad sin duda conoce, es fundamental para nuestros experimentos. Y allí entramos de noche, procurando que nadie nos viera, para instalar nuestros aparatos y descargar nuestros materiales. Luego, llegada la mañana, salíamos vestidos de caminantes, a comprar algo de comida en los pueblos cercanos, procurando que nadie nos viera entrar o salir de la torre.

Todo fue bien hasta que los campesinos comenzaron a inquietarse por los ruidos de los fuelles neumáticos que, al insuflar aire en el fuego, hacen como una especie de gemido o estertor, que en las almas cándidas y crédulas de los lugareños, les recordó a las almas en pena y a los quejidos de los torturados. Tampoco ayudó en mucho el olor del azufre que utilizamos para averiguar el flogisto o sustancia básica del fuego. De tal modo que resultó inevitable que más temprano que tarde los campesinos se atrevieran a mirar por las ventanas, asustados por el resplandor del fuego de las calderas y por los ruidos que de allí salían, lo cual ponía en grave peligro nuestra investigación. El hermano Mateo tuvo entonces una revelación. Puesto que los lugareños creían que todo aquello era obra de demonios y de brujas, lo que les atemorizaba y atraía en iguales partes, bien debíamos azuzar ese miedo, como se aviva el fuego con el aire, para espantarlos del lugar y poder proseguir en calma con el trabajo. Así resolvió incluso construir una especie de “mano” monstruosa que esgrimía en las ventanas tan pronto como alguno de aquellos se atrevía a asomarse.
El plan funcionó durante algún tiempo, hasta que pasado lo más tórrido del verano, que por aquí se ensaña sin piedad de los mortales, fuéronse poblando los caminos de mercaderes y transeúntes, y las mozas se acercaban con mayor frecuencia a la acequia a lavar y refrescarse a todas horas. De tal guisa que el truco del hermano Mateo de alimentar el miedo de los locales acabó llevando la noticia de nuestra presencia a oídos del Reverendísimo Obispo de esta diócesis, Don Mateo de Segade y Bugueyro, que resolvió organizar una romería de monjes y sacerdotes, encabezados por él mismo, para exorcizar la maldita torre.

Viendo venir a la muchedumbre, pues no pocos ciudadanos y campesinos se sumaron a la procesión, yo me vi ya a los pies de la hoguera y, llevado por el pánico, no acertaba más que a rezarle a la Santísima Virgen de los Dolores para que me asistiera en el Auto de Fe y en la tortura que se seguiría de todo aquello. Pero el hermano Mateo, mucho más avispado y resuelto, viendo que los clérigos y el propio Obispo parecían más aterrados que nosotros mismos por todo aquello, decidió seguir adelante con la farsa y, esgrimiendo la mano negra, seleccionó al de apariencia más crédula y simple de aquellos monjes, que resultó ser un fraile dominico de la ciudad. Haciéndole señas con la mano negra lo hizo pasar a la estancia principal y, escondiéndose, tras unos pertrechos, con la ayuda de un matraz cuyo cuello se había roto en uno de los experimentos, deformó su propia voz para que sonara aterradora. Al leve resplandor del fuego, y usando del artificio de la voz, le ordenó arrodillarse en el centro de la estancia mientras leía fragmentos de la fama fraternalis que resultaban incomprensibles para el pobre clérigo que, postrado, rezaba a María Santísima de modo semejante a como yo, en la estancia contigua, imploraba al Altísimo.

Al cabo de media hora, cuando ya el sudor corría copioso por el pobre fraile y cierto olorcillo sospechoso, proveniente de sus hábitos, competía con el azufre del ambiente, el hermano Mateo, siempre desde su escondite, se dirigió al fraile proponiéndole, con voz firme, que la “mano negra” desaparecería de allí, siempre que el Obispo con toda su corte se retiraran, y el propio fraile jurara, sobre las Escrituras, que nunca diría nada de lo que hubiera visto u oído. Así lo juró el dominico, deseoso de abandonar el lugar, sin advertir que ponía su mano sobre un ejemplar de la Tabula Smaragdina que habíamos estado consultando la tarde antes. Juró el dominico guardar silencio, lo cual era primordial para nuestro plan, no fuera que pasado el terror relatara los instrumentos que pudiera haber entrevisto allí, y marcharon en silencio el Obispo con toda su escolta. Al cabo, el hermano Mateo y yo recogimos cuanto pudimos y acumulamos los restos de azufre y leña en la torre, incendiando todo aquello a nuestra partida para evitar que pudieran ser halladas las pruebas de nuestro oficio, partiendo nuevamente con nuestros libros y las escasas pertenencias que pudimos acarrear. Y así reanudamos nuestra marcha en busca de algún lugar más tranquilo donde reiniciar nuestros estudios.

Así pues, por la presente pretendemos poner a Vuestra Majestad en antecedentes de todo lo ocurrido, porque vuestra Gracia conozca de nuestra mano el paradero y dificultades de sus servidores y cómo no hemos abandonado el encargo que juramos cumplimentar hace ya muchos meses, de hallar, por medio del conocimiento del fuego y de su espíritu, un remedio seguro a los males que le aquejan y que entristecen a todo el reino y a toda la cristiandad, y por si acaso llegan noticias a la Corte de los extraños sucesos de la Mano Negra, acaecidos en el lugar que llaman de Churra, en las cercanías de Murcia, tenga completo conocimiento de los hechos.

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