domingo, 15 de septiembre de 2019

El sueño de la razón

Hubo un tiempo en el que la verdad era establecida por la religión en todos los ámbitos. La tierra era plana, el sol giraba en torno a la tierra, los hombres enfermaban como castigo por sus pecados y la mujer provenía de una costilla de Adán. La autoridad de las Escrituras era la única fuente de conocimiento y quien se atreviera a dudar de ello era quemado en la hoguera como un hereje.
Pero Occidente supo despertar de ese sueño. La curiosidad humana, espoleada por las universidades europeas y el descubrimiento de nuevos mundos, desbordó las fronteras de ese saber establecido y se enfrentó a la naturaleza armada tan solo con la razón. Bacon, Descartes y luego Comte despejaron el saber de las telarañas del pasado e iluminaron el conocimiento humano estableciendo las bases del método científico. Básicamente, afirmaban los nuevos científicos que nada debía darse por cierto o por falso mientras no fuera comprobado empíricamente. Que no hay dogmas ni verdades universales que no puedan ser criticados y puestos en duda. Y que toda afirmación puede ser rebatida siempre que se use el método científico para ello.
Gracias a todos ellos nuestro mundo ha avanzado de manera prodigiosa: conocemos la física, la biología, la química. Contamos con máquinas inimaginables hace tan solo cien años y diseñamos terapias genéticas.
Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, como dice la zarzuela y fruto de ello, ya en el propio siglo XX la humanidad dejó de creer en dioses para depositar una fe ciega en esos hombres (y mujeres) de bata blanca que miran por un microscopio como antaño los augures examinaban las vísceras de los pájaros. No comprendemos una palabra de lo que hacen, pero confiamos en lo que dicen porque son la voz de la ciencia.
Este mundo racional y frío es el sueño de la ilustración. Pero olvidamos que el sueño de la razón produce monstruos y que las mayores falacias pueden venir envueltas en el más racional de los discursos. Como explicaba Ortega, el científico, armado con sus pruebas, traza un arco riguroso, exacto, pero incompleto, que el ser humano necesita completar con su mirada. No entendimos que el espacio de la fe y de la religión es diferente del de la ciencia y que tan peligroso es creer que nuestra fe nos da respuestas a problemas físicos o químicos como esperar que los científicos nos den una razón para vivir.
En vano sufrió Europa el horror del nazismo, máxima expresión del positivismo y del cientifismo. Los delirios de los nazis se basaban en la ciencia y en la razón. Sus ensayos eugenésicos, con los que torturaron a miles de inocentes, no eran más que trabajos de investigación. La eliminación de los judíos, de los negros, de los gitanos, de los católicos, de los comunistas… era un pequeño sacrificio por el bien de la Ciencia.
A lo largo del siglo XX hemos conocido muchas mentiras difundidas por prestigiosos científicos. En los años 70 el enemigo a batir era el aceite de oliva y las grasas. La gente no comía pescado azul, ni frutos secos, por prescripción facultativa. Luego se dijo que no, que no todas las grasas eran malas, y el aceite de oliva junto con las sardinas purgaron sus pecados -con gran alivio de agricultores, pescadores e industriales del ramo. Le tocó entonces el sanbenito a las grasas saturadas, carnes rojas harinas refinadas. Había que huir de la mantequilla, del aceite de palma y de los spaghetti. La gente, obediente, comía pan integral y desayunaba cereales. Luego llegaron los superalimentos, las bayas de goji, el tofú, el té rojo… hasta que se descubrió que el lobby del azúcar llevaba años engordando las cuentas de los científicos para esconder que su producto era -al parecer- el responsable de la epidemia de obesidad.
Hay muchos más ejemplos: a principios del siglo XX los médicos recomendaban beber agua con uranio; durante muchos años se prescribió el tabaco para “curar” enfermedades como el asma o la ansiedad. En los años 50 se aconsejaba beber ¾ de litro de vino con las comidas, y aún hay quien sugiere una copita al día.
Las relaciones de los lobbies con la ciencia nunca han sido buenas para la Verdad. El científico, a fin de cuentas, suele ser una persona humilde, mal pagado por su universidad que precisa -además de un cierto nivel de vida- de costosos aparatos para realizar sus investigaciones. Y si hablamos de dinero, hablamos de la especialidad de los lobbies. Resulta tentador poner una escandalosa cantidad de dinero delante de un científico y pedirle que investigue las propiedades cardioprotectoras del cianuro. Muchos científicos se negarían en redondo; casi todos. Pero habrá uno, dos, dispuestos a sugerir que una pequeña dosis de veneno puede ser saludable.
El gran tema científico de actualidad es el cambio climático, es decir, el calentamiento global; o sea, la emergencia climática. El apocalipsis. El estudio científico del clima es una materia enormemente compleja que sólo ha podido avanzar en los últimos decenios gracias a la ayuda de satélites y modelos informáticos. Son tantas las variables que influyen sobre el clima que hasta hace bien poco los expertos erraban más que acertaban en sus predicciones. Aún hoy asumimos que las previsiones meteorológicas tienen un cierto margen de error porque están basadas en modelos informáticos y, como se dice, la realidad siempre supera a la ficción. Como sugirió Lorenz, a la hora de predecir el tiempo, debemos considerar la posibilidad de que el aleteo de una mariposa en Brasil hiciera aparecer un tornado en Texas. Sin embargo, el mensaje que recibimos los ciudadanos no es el de la hipótesis prudente del científico que conoce la cantidad de variables que pueden afectar al modelo. Los ciudadanos de occidente llevamos algunos años recibiendo un auténtico bombardeo de incontestables afirmaciones apocalípticas, que además se van modificando con el tiempo a medida que no se cumplen: hace unos años el problema era el efecto invernadero, provocado por ciertos gases como los del aire acondicionado o el desodorante. Habíamos roto la capa de ozono, haciéndole un desgarrón del tamaño de la Antártida y ya veríamos si la especie sobrevivía. Luego la capa de ozono se empezó a cerrar, pero las malas noticias continuaron: ahora el problema son los microplásticos que provienen, según nos cuentan, de la bolsa que compramos en el súper y que acaba en la barriga de las ballenas. También el humo de los coches de gasoil, que anteayer eran menos contaminantes que los de gasolina, pero que hoy sólo pueden ser conducidos por seres sin alma condenados al Averno. En todo esto, en 2009 conocimos más de 1000 correos y 3000 documentos de universidades y centros de investigación del clima en los que se demostraban los chanchullos y acuerdos mafiosos de climatólogos para engordar los datos apocalípticos sobre el clima y obtener pingües beneficios, silenciando -al más puro estilo siciliano- a los científicos disidentes.
Yo no entiendo una palabra de climatología y por lo tanto no pretendo entablar un debate científico al respecto, pero tú -querido lector- probablemente tampoco lo seas. Ambos tenemos la información que nos llega por los medios. Por lo tanto, hagamos una cosa, dejemos la fé ciega para la Semana Santa; que cada uno le rece a quien quiera, y tomemos de las noticias científicas aquello que sea razonable:
PRIMERO.- Parece bastante claro que el clima cambia continuamente; a lo largo de la historia las condiciones climáticas han oscilado entre glaciaciones y épocas templadas. No parece probable que ahora sea distinto: seguramente caminamos hacia un calentamiento o un enfriamiento global.

SEGUNDO.- El ser humano incide en el ambiente que le rodea, como todas las especies. Los seres vivos, tanto individual como colectivamente quieren prosperar y para eso, como dijo Darwin, tenemos dos caminos: adaptarnos al medio o modificarlo. El ser humano ha proliferado en la naturaleza porque tiene una gran capacidad de hacer las dos cosas: de adaptarse a cualquier medio y de modificar y hacer habitable casi cualquier circunstancia. Eso no nos convierte en una especie malvada. Si las hormigas o los lobos pudieran, también lo harían; es lo natural.
TERCERO. La acción humana “perjudica” el clima. Sería necesario ponernos de acuerdo en qué es “perjudicar” y qué es “beneficiar”. Pero vamos a coincidir en que la acción humana puede reducir el número de especies que habitan el planeta y que eso es malo (aunque acabar con las cucarachas y los mosquitos quizás no fuera mala idea). Aún así, querido lector, nuestra capacidad, la tuya y la mía, de influir en el clima es mínima. Probablemente el ser humano, así, en genérico, tenga la posibilidad de acabar con la vida en la tierra. Pero, créeme, no somos tú ni yo quienes tenemos el botón rojo.
No somos tú ni yo quienes llevamos desde 1940 lanzando bombas nucleares “para probar”, ni quienes enviamos satélites al espacio usando combustible para luchar contra la gravedad. Tampoco somos quienes viajan en jet privado o movilizan helicópteros pudiendo viajar en tren eléctrico o en bicicleta, ni quienes mantienen fábricas en China (ese país comunista) incumpliendo todos los protocolos medioambientales. Probablemente tú lector, igual que yo, no hayas viajado en tu vida en uno de esos cruceros que contaminan más que todos los coches de Europa, pero te hacen sentir culpable por arrancar tu coche de gasoil un lunes a las siete de la mañana para ir a trabajar.

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