PRIMOS HERMANOS
Que el nazismo es una ideología
delirante que parte de una interpretación desvariada del nacionalismo alemán,
es una verdad asumida por (casi) todos en el siglo XXI. El enfermo de Hitler,
destilando de manera aberrante la filosofía de Nietzsche, de Heidegger y de
otros pensadores, tomó el pensamiento nacionalista típico del romanticismo
decimonónico, ya de por sí irracional, y lo llevó a la locura del genocidio y
la destrucción de Europa.
Pero al hablar del nazismo
solemos olvidar su otra “pata” ideológica. La ideología de Hitler no es sólo un
nacionalismo desmedido sino también un socialismo. No en vano su movimiento se
llamaba “nacional-socialista”. Aunque en mayor o menor medida, todos los
fascismos tienen raíces comunes con el socialismo y sus distintas variantes. En
realidad, más allá de izquierdas o derechas, lo que distingue a las ideologías
es la actitud que adoptan en la relación entre el hombre y el estado. Para
unos, liberales, el ciudadano (o la ciudadana) son el centro de la sociedad de
manera que no hay ninguna realidad más importante que cada uno de sus miembros.
El interés general sólo es aceptable si procura el bien de cada uno de los
individuos. Por eso el estado -de existir- debe ser lo más delgado posible, debe
abstenerse de cualquier injerencia en la vida de los particulares y debe ser
cuidadosamente vigilado y limitado. Por el contrario, los socialismos (en
sentido muy amplio) desconfían de la libertad humana. Consideran que el hombre
(y la mujer) es un ser egoísta, incapaz de construir una sociedad justa por sí
mismo. Es necesario un estado fuerte -dictadura del proletariado se llama en el
comunismo- que obligue a los ciudadanos a colaborar por el bien común. En los
socialismos siempre hay una categoría superior al ser humano (clase, nación,
raza, pueblo) que justifica los sacrificios de la libertad y de los derechos
individuales. Entre ambos extremos, obviamente, hay una enorme gama de grises.
Entre ellas, la socialdemocracia, que pretende conjugar un estado omnímodo con
el respeto de los derechos políticos de los ciudadanos, construyendo un “estado
del bienestar”.
Podríamos definir la primera
mitad del siglo XX como la época del horror de los totalitarismos, pero dentro
del terror también hay grados. Si saliéramos a la calle a preguntar, todos nos
dirían que el peor personaje del siglo XX y probablemente de la Historia fue
Adolf Hitler. Y sin embargo esto no es del todo cierto, no porque Hitler
tuviera nada bueno, que no lo tuvo, sino porque
para desgracia de la especie humana, podemos encontrar, sin salir de la
Historia contemporánea, a otros personajes si no más, tan abyectos, enfermos y
malvados como el canciller alemán. Sin embargo, a diferencia de Hitler, los
líderes totalitarios de izquierdas aún gozan de buena prensa en la sociedad
occidental, no sé si por ignorancia o porque realmente hay quien comparte y
justifica sus crímenes.
Empezando por Lenin, a quien se
considera responsable de la muerte de millones de opositores a la revolución
con la que abortó la naciente democracia rusa de los mencheviques, instaurando
el “terror rojo”. Siguiendo por Stalin (socio de Hitler al comienzo de la
guerra), responsable de la “gran purga” y del asesinato, por inanición, de
millones de ucranianos y kazajos. Aunque los historiadores discrepan en sus
cálculos, el dictador soviético es responsable de entre 10 y 50 millones de
muertos. Pero hay más, Mao Tse Tung, el “timonel” de la revolución china,
asesinó a más de sesenta millones de personas. Pol pot, en Camboya, a dos
millones…
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