EL SIRIO HACE
110 AÑOS
Los
de mi generación crecimos en los últimos años de la dictadura
franquista. En esa España que trataba de desperezarse y de ingresar,
de una vez, en el mundo moderno, democrático y capitalista, de los
países de su entorno. Nuestros abuelos vivieron la guerra, y
nuestros padres nacieron en una dura postguerra de cartillas de
racionamiento y discursos filonazis. Nuestro despertar al mundo está
marcado por los primeros aires de libertad, por las primeras
elecciones libres, por el golpe del estado de Tejero… y por los
dibujos de TVE.
A
los niños de ahora, acostumbrados a 50 canales de pago, a series
online y vídeos de youtube, les cuesta mucho entender la emoción
que suponía para nosotros esperar toda la semana a que llegara el
fin de semana y ver, en la sobremesa, el capítulo semanal de Marco
(de los Apeninos a los Andes, . Las desventuras de aquél niño,
huérfano por necesidad, que recorre América con su mono “Amedio”
marcó nuestra infancia incluso antes que aquella otra niña
helvética trasladada a la fuerza al medio urbano de Francfort.
En
aquél entonces nosotros, tiernos infantes, no entendíamos el
trasfondo social de los dibujos. Nada sabíamos de la terrible
historia social que relataba la serie, ni de la novela de Edmondo de
Amicis (Cuore) de donde fue tomado el relato. No nos cuestionábamos
por qué la madre de Marco debía abandonar Génova para ganar dinero
en Argentina, ciudades y países que, en nuestra infancia, sonaban
remotos y exóticos. Dicen que madurar es comprender el sentido
trágico de la vida y conocer los entresijos dramáticos del pasado.
Lo cierto es que detrás de la emotiva historia del niño y el mono
está la terrible historia de más de tres millones de italianos que
debieron abandonar su patria para sobrevivir en Argentina, Uruguay
Brasil y EEUU, entre los siglos XIX y XX como consecuencia,
principalmente, del proceso de unificación liderado por Garibaldi.
Realmente
la historia que quiero contar hoy está enmarcada en este contexto.
Al amparo de la necesidad de tantos italianos que buscaban una
oportunidad en ultramar, nacieron diversas compañías comerciales
dedicadas al transporte de viajeros a América. De todas ellas, la
más importante fue la Compañía General de Navegación Italiana “La
Veloce”, con sede en Génova (el célebre “puerto italiano, más
allá de las montañas…). Aprovechando la tecnología de vapor, la
Veloce de Génova obtenía pingües beneficios llevando, en quince
días, a los emigrantes italianos al Nuevo Mundo. El billete no era
barato. Los viajeros podían elegir entre primera, segunda o tercera
clase, pero para quienes no podían permitirse ni siquiera el precio
de la tercera clase aún quedaba una oportunidad. La compañía, no
contenta con el beneficio obtenido por la venta de pasajes, hacía la
vista gorda al embarque ilegal de polizones. Los oficiales y
marineros, probablemente por sacarse un sobresuelo, atracaban en
puertos no regulados y permitían el embarque de los pobres italianos
y españoles que, en condiciones infrahumanas, buscaban escapar de la
miseria y el hambre.
De
este modo, cargado de pasajeros legales e ilegales, navegaba el Sirio
tal día como hoy, un 4 de agosto de 1906 por costas españolas, en
dirección sur. Tras doblar el cabo de la Nao (en Alicante), y dejar
a babor la Isla Grossa, el vapor navegaba a toda máquina a lo largo
de la barra de arena desierta que separa el Mar Menor del
Mediterráneo, con rumbo al Cabo de Gata. Desde los tiempos de los
fenicios las cartas náuticas aconsejan extremar la precaución al
llegar al Cabo de Palos, bordeando, a suficiente distancia, las
llamadas Islas Hormigas, ya que la zona está salpicada de lo que los
lugareños llaman “bajos”, que no son otra cosa que “secos” o
islas sumergidas contra las que colisionan los marinos poco avezados.
Realmente
no sabemos cuál fue la razón del accidente, ya que el Sirio había
realizado esta ruta más de cien veces y es de suponer que el capitán
conocía perfectamente los riesgos. Lo cierto es que, yendo a toda
velocidad y con el mar en calma, el Sirio colisionó, a las cinco de
la tarde de un cuatro de agosto de 1906 con el llamado “bajo de
fuera”, quedando destrozada la proa y elevándose de popa unos 35
metros.
La
situación del barco –que permaneció parcialmente en el aire
durante dos días- así como la cercanía a la costa y el buen tiempo
habría permitido la fácil evacuación de casi todo el pasaje, pero
el destino de los pobres pasajeros no era ese. Aunque el naufragio
fue visto desde la costa y al auxilio de los pasajeros acudieron
varios vapores y los pescadores de la zona, el pánico cundió entre
el pasaje. El capitán no supo organizar la evacuación, los botes no
fueron lanzados al agua y el único que pudo utilizarse, se hundió
por sobrecarga. El exministro Juan de la Cierva presenció el
naufragio desde su casa de Cabo de Palos y trató de organizar el
rescate. En declaraciones al diario El Liberal narró los esfuerzos
de los pescadores de la aldea por rescatar a los pasajeros. Declaró
“Estos hombres rudos, ancianos, algunos octogenarios, tienen el
corazón muy grande, hecho para el mar y sin que nadie los estimulara
armaron sus frágiles barcos y a volar, apoyándose en los remos…”.
Como en el célebre naufragio del Titánic, la tragedia se cebó
especialmente con los viajeros más pobres, los de la clase tercera y
los ilegales, que apenas tuvieron opción a salvar sus vidas. Pero
los relatos están repletos de historias como los religiosos que
dedicaron el tiempo a consolar a las víctimas sin tratar de salvar
sus vidas o las madres que perdieron sus vidas tratando de socorrer a
sus hijos.
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