Uno de los argumentos que se han utilizado en esta campaña contra
Ciudadanos ha sido la procedencia de sus candidatos. Por un lado, es
lógico porque el “fenómeno ciudadanos” ha sido tan rápido que
apenas han tenido tiempo para formar unas bases y unos candidatos,
teniendo que echar mano, en algunos casos, de lo primero que
encontraban, y en ese contexto, es inevitable que aparezcan
“paracaidistas”; líderes desencantados de otros partidos que
acaban recalando en la nueva opción, abonando la sospecha de que
quizás anden buscando un hueco en las listas más que una ideología
que les convenza. En realidad, bien mirado, todo el mundo tiene
derecho a cambiar de ideas, a evolucionar y a cambiar de partido
cuando éste abandona los principios que consideramos irrenunciables.
Lo contrario, permanecer contra el viento y marea en unas siglas que
no nos representa es irracional.
Pero en lo que más se ha ensañado
la crítica a los candidatos de Ciudadanos ha sido en señalar a
aquellos que, de un modo u otro, procedían o habían militado en
Falange. Ser -o haber sido, o ser hijo de- militante o simpatizante
de Falange es, probablemente, el peor estigma que se puede tener en
la política española. Ni los escándalos sexuales ni las
acusaciones de corrupción manchan tanto la “hoja de servicios”
de un político como el haber tenido contactos con la extrema
derecha. No seré yo quien defienda una ideología, como es el
fascismo, que tanto horror y sufrimiento produjo en el siglo XX y que
resulta desfasada y caduca en nuestro tiempo. Lo que me resulta
paradójico es que otras ideologías tan sectarias, caducas y
genocidas como el fascismo no sean estigmatizadas por nuestra
sociedad e incluso aporten, a quien las luce, un marchamo de
modernidad y progresismo. Hablo, claro, del comunismo, la ideología
que más muertos ha provocado -de largo- en los tiempos modernos, y
la única totalitaria que aún hoy día provoca muertes, represión y
dolor en los países que gobierna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario